En éste y en los próximos posts vamos a tratar de decir algo más específico de lo dicho hasta ahora sobre el contenido teórico de las dos escuelas de economía que están de moda en la actualidad después de muchos años de haber sido formuladas. Me refiero a la Escuela Austríaca de Economía y al Keynesianismo, como bien saben los seguidores de este blog. Son dos escuelas de pensamiento con más de cien años de existencia una y con más de 80 otra, pero que al haber hecho aportaciones básicas en tiempos en los que el pensamiento económico se estaba formando resultan siempre válidas. Al referirse, por otra parte, a principios, concepciones e interpretaciones fundamentales sobre los fenómenos económicos y sobre las políticas de actuación sobre ellos resultan siempre útiles, particularmente en épocas como la actual en las que es difícil saber lo que conviene hacer sobre la economía. Las dos fueron ampliamente utilizadas y debatidas en la época de la Gran Depresión del 29, la cual vista desde el presente resulta muy similar a la que atraviesan hoy los países desarrollados, al menos los europeos.
La Escuela Austríaca de Economía ha hecho aportaciones muy importantes a la Teoría Económica. Personalmente me encuentro muy cerca de esta corriente de pensamiento en muchas cuestiones, aunque como he dicho en anteriores posts, eso no significa nada, ya que también me siento bien viendo salir el sol todas las mañanas y saludando alegre las primeras lluvias de otoño. Muchas de las cosas que dicen los economistas de esta escuela son obvias, como el sol y la lluvia, y nadie puede negarlas. Otras, por supuesto, son obcecaciones. Pero algo parecido ocurre con el Keynesianismo, y también yo me encuentro muy de acuerdo con algunas de las cosas que dicen los partidarios de esta segunda corriente de pensamiento económico y muy en contra cuando se empecinan en cosas que no tienen sentido.
¿Es esto un oxímoron, un contradictio in terminis?. No lo creo. En economía hay sitio para defender el liberalismo económico, por un lado, y la intervención puntual de los estados en la organización y posible regulación de los mercados, por otro. El problema no está en emplear unas u otras concepciones sino en emplearlas bien o mal y en hacerlo con sentido práctico, es decir, si ideología previa y pensando sólo en el bienestar del conjunto de la sociedad.
Igual que en la ciencia y en la tecnología hemos aprendido a combinar el racionalismo con el empirismo y a buscar aproximaciones heurísticas a la verdad relativa — siempre verdad relativa, por favor –, también podemos hacerlo en la economía y quizás en todas las ciencias sociales. De hecho podremos utilizar ese enfoque mucho más en estas ciencias que en las ciencias naturales, ya que en las sociedades constituidas por hombres y en su organización no hay leyes como las físicas. Quiero decir que la libertad es consustancial con el capitalismo y con lo que llamamos economía o procesos de producción, distribución e intercambio de bienes y servicios, pero los mismos que creamos esos mecanismos hemos creado otros como los estados, los gobiernos, las instituciones de todo tipo, las leyes y los órganos reguladores. Aunque lo quisiéramos no es posible tirar por la borda el mundo que hemos creado. Sólo podemos reformarlo, reorientarlo y corregirlo.
Pero veamos algunas de las cosas que dicen unos y otros.
Los economistas austríacos tienen, para empezar, una serie de “bestias negras”. Son, por ejemplo, enemigos de los bancos centrales y de los bancos en general; de los gobernantes, especialmente de los socialistas; y de los reguladores, particularmente los del sistema financiero. En relación con esto último recientemente he sido testigo de burlas y mofas extremas sobre Basilea II y Basilea III por parte de un cualificado economista austríaco español. Han sido hechas en una conferencia pública organizada por la destacada Fundación Rafael del Pino en un abarrotado salón de conferencias, trufado de banqueros y jóvenes bancarios, que se venía abajo de aplausos y complacencias, incluso cuando el conferenciante decía que el coeficiente de caja debía ser del 100 % de todos los depósitos de un Banco.
Algún tiempo después, por cierto, he asistido en Madrid al curso de verano organizado por la Fundación Ramón Areces en colaboración con la Universidad Complutense de Madrid con el título: “La reconfiguración del sector bancario español ante la nueva regulación financiera. Alcance e impacto de la crisis”. Han participado en él importantes personajes del sector bancario nacional e internacional, entre ellos Jaime Caruana, ex gobernador del Banco de España y actual Director General del Banco Internacional de Pagos de Basilea (BIS). He podido ver el impresionante aparato regulador del sistema bancario que se está montando como parte de Basilea III y los múltiples instrumentos a utilizar incluidas las llamadas “políticas macroprudenciales” como complemento a las más tradicionales “microprudenciales” que funcionan a nivel de los bancos aislados. Estas nuevas políticas están pensadas para contener el riesgo sistémico y para actuar sobre él en cuanto se produzcan los más mínimos indicios de su presencia.
Se recordaron también en el curso anterior las condiciones de coeficientes de caja, liquidez y apalancamiento que prevalecen hoy en la mayoría de los países desarrollados, los cuales están a años luz de distancia, especialmente el primero, del 100 % que preconizaba Ludwig von Mises y que defienden hoy sus seguidores. Depende de cómo se mida este indicador pero por lo que se refiere a los países de la Zona Euro, el coeficiente de caja o porcentaje entre los activos del sistema bancario o reservas y los depósitos entregados por los ahorradores al banco es en la actualidad del 2 %, es decir, que por cada 100 Euros depositados en ahorros en una entidad bancaria la entidad tiene que mantener 2 Euros como reservas legales y puede invertir o conceder créditos por un valor de 98 Euros.
Y en cuanto al apalancamiento, si no me equivoco, un banco español puede apalancarse en la actualidad hasta 90 veces el valor de su capital.
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(1) Publicado en “Economic Affairs”, vol 31, nº 2, junio 2011, pp 76-84
(Continúa en el post siguiente)