Continuamos en este post, después de unas semanas sin publicar, con nuestras argumentaciones en favor de una convergencia materia y espíritu. Abogamos por la vuelta a la metafísica, y lo hacemos reclamando una convergencia entre ciencia y fe y sugiriendo que la idea de tal convergencia surge de los avances científicos mismos actuales, los cuales llegan a la conclusión en determinadas áreas del saber, de que la ciencia sola no puede explicar el complejo universo en el que vivimos. Siempre ha habido incógnitas relacionadas con nuestro universo, el cual nos parece infinito en todas las direcciones, como muy bien recogió Freeman J. Dyson (nacido en 1923) en el título de su famoso libro, pero nunca como ahora echamos en falta dimensiones de la realidad en las que los científicos reduccionistas no han pensado hasta ahora. Son, sobre todo, las dimensiones espirituales, sin referirnos con este término necesariamente a lo religioso.
La convergencia a la que nos referimos no es una elucubración mental ni una construcción simplemente intelectual, está basada según lo que expondremos en lo que sigue, en avances recientes de la ciencia y de la tecnología. Creemos en ese sentido que las nuevas concepciones sobre nuestro Universo deducidas de la Relatividad General de Einstein y de la Mecánica Cuántica, así como de los descubrimientos actuales sobre el Cosmos y sobre el interior profundo de la Materia, dan pie a dicha convergencia, y lo mismo ocurre, quizás a un nivel más fácil de entender, con las revoluciones tecnológicas actuales relacionadas con lo digital, con la nanotecnológico, lo biotecnológico y lo cognotecnológico.[1]
Es curioso pero después de un intento profundo de separación entre la ciencia y su método científico y la reflexión más intelectual y especulativa que los hombres son capaces de hacer utilizando simplemente sus mentes y lo que ven a su alrededor, volvemos a dar importancia al carácter unitario de nuestro mundo y de nuestra naturaleza humana. Lo intelectual y psíquico es tan natural en el hombre, decimos hoy, como lo físico y lo material, y no podemos separar esas dos dimensiones del ser humano sin peligro de simplificarlo y reducirlo[2]. Se habla hoy con insistencia de la “naturalización de la espiritualidad”, queriéndose decir con ello que el espíritu como sinónimo de lo consciente, inteligente, intelectual o reflexivo, el psiquismo en una palabra, forma parte de la naturaleza humana y no puede ser excluido sin más, ignorado, o separado de la ciencia, de la tecnología y de otras actividades del ser humano[3].
La ciencia ha llevado, probablemente animada por sus éxitos en la explicación de la naturaleza de nuestro mundo y sus leyes, a una interpretación materialista del mundo según la cual no existe nada más que lo que vemos, tocamos y medimos. Lo intelectual y lo psíquico tienen valor para entendernos y hacer cosas, pero un valor relativo. No se discute que existe ese mundo de las ideas abstractas, igual que no se discute la existencia de los sueños, pero es para muchos un mundo inaccesible e inexplicable al que no merece la pena dedicar tiempo ni atención. O en el mejor de los casos, un mundo producido por la materia que somos que la ciencia terminará por explicar con detalle como hoy explica la transmisión del calor o el electromagnetismo. Hay en ese sentido una tendencia a dejar lo espiritual, reflexivo, intelectual o psíquico, en una especie de limbo sin mucho sentido para la vida de los hombres y su mundo material y científico.
Muchos filósofos actuales, por ejemplo, han devenido en “neurofilósofos” y lo mismo ocurre con los “psicólogos”, los cuales, por un lado se han orientado a prestar servicios sociales haciendo uso de sus conocimientos, y por otro, han querido transformarse en científicos y usar el método científico en su actividad profesional.
Pero el olvido profundo tiene que ver, no con la intelectual y lo psíquico, sino con lo metafísico y con lo teológico. Sobre esto último existe en nuestro mundo, generalizadamente en la actualidad, una “perplejidad metafísica”, a la que se refiere Javier Monserrat con profundidad y belleza intelectual en su reciente y excelente libro, El Gran Enigma[4]. Lo que hemos abandonado y segregado desde David Hume (1711-1776) e Immanuel Kant (1724.1804) para acá ha sido el mundo de la Metafísica y la Teología, y a la validez y permanencia de dicho mundo hoy se refiere el Padre Monserrat en su libro.
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[1] Cognotecnología es un término acuñado por el autor y por el ya fallecido Emilio Fontela, en un trabajo conjunto sobre el Futuro de la Ingeniería realizado en 2003 para el Instituto de la Ingeniería de España. Se expresa con él toda la tecnología actual relacionada con el cerebro, la inteligencia y la mente, incluida, como es lógico, la Inteligencia Artificial Fuerte. El que esto escribe publica este blog con ese título desde hace seis años. Ver economiayfuturo.es
[2] No es que los filósofos y otros profesionales de la reflexión no hayan tenido y no tengan su sitio en nuestro mundo, pero sí ocurre un poco que para muchos ese mundo de las ideas es algo marginal como también lo es, con muchos más motivos, el de la Teología y la Religión.
[3] Por cierto que el término “espiritualidad” está más “naturalizado” en otros idiomas de lo que lo está en español. En inglés, por ejemplo, se habla de “maquinas espirituales” queriendo decir con ello máquinas inteligentes y en todo caso máquinas conscientes.
[4] Javier Monserrat, El Gran Enigma. Ateos y creyentes ante la incertidumbre del más allá, San Pablo, Madrid, 2015.