Después de haber visto en el post anterior la fuerte conexión del capitalismo con el bien común y con su deterioro, revisamos en el presente su vinculación con la desigualdad. Como ya hemos dicho en posts anteriores hay muchas cosas enfrentadas en nuestro mundo, entre otras la libertad individual, el funcionamiento autónomo y la eficiencia del capitalismo con los resultados negativos en términos de pobreza y desigualdad que con frecuencia crea. No hacemos una crítica radical del capitalismo porque creemos en él, pero tampoco podemos desentendernos de los hechos y de la realidad de nuestras sociedades. Sobre todo en una época en la que parece que las condiciones de vida se pueden deteriorar en los países desarrollados en comparación con lo vivido en las décadas anteriores a la última.
(Imagen de arriba tomada de la portada del libro de Gonzalo Pontón mencionado en el texto)
Capitalismo y empresa

Lo importante del proceso histórico de acumulación de riqueza en manos de grupos de personas, capaces y activas, por cierto, es que hizo surgir la idea de capital como el usufructo de la propiedad privada de la maquinaria, las instalaciones, las infraestructuras, los utillajes y todo lo necesario para la producción de bienes.
Junto con el trabajo y los recursos naturales forman los llamados factores básicos de la producción (capital, trabajo y tierra), a los cuales hay que añadir en empresas concretas, como es lógico, las materias primas, los bienes intermedios y los servicios diversos que un sistema productivo necesita.
El capital se combina con los otros factores en el ámbito de la empresa, institución esta última creada por nuestras sociedades para ser la depositaria, o responsable, de la producción de bienes y servicios. A través del tiempo dicha institución se ha ido perfeccionando hasta constituir, desde el punto de vista institucional, la sociedad de responsabilidad limitada actual. Toda la propiedad y el poder está en ella en manos de los capitalistas, es decir, de los que aportan su dinero y lo arriesgan en las actividades productivas.
Existen, por supuesto, formas alternativas de poner en marcha una empresa. Por ejemplo, el obrero o industrial que sabe fabricar algo puede acudir al capital en forma de préstamo, manteniendo él la propiedad de la empresa. Habiendo surgido también en épocas pasadas mencionadas, y quizás antes, esa otra forma de capitalismo consistente en prestar dinero y cobrar un interés por ello.
Existen asimismo otras formas alternativas de instituciones productivas como las cooperativas, en las que los obreros o artesanos son a la vez capitalistas propietarios.
El capital y la empresa
Lo cierto es, sin embargo, que en el tipo de empresa dominante en nuestras sociedades, la «sociedad de responsabilidad limitada«, toda la propiedad y el poder está en las manos de los accionistas, es decir, de los que ponen el dinero. Los que aportan el trabajo, otro factor de producción, curiosamente, no comparten la propiedad[1].
La verdad es que las cosas podrían haberse organizado de otra manera y es bien sabido que la crítica del marxismo al capitalismo del siglo XIX se centró fundamentalmente en el capital como propietario de los medios de producción. Capital que al mismo tiempo era considerado por Karl Marx (1818-1883), de cuyo nacimiento se cumple en el presente 2018 los doscientos años, como plusvalía del trabajo de la que se apropiaba el capitalista.
Hoy sabemos que la mayor parte del análisis marxista es erróneo, incluyendo la excesiva importancia dada al trabajo, sus explicaciones sobre la plusvalía, la dictadura del proletariado que él creía se terminaría imponiendo en el mundo e incluso la dialéctica del materialismo histórico y el papel de la ideología, incluyendo la lucha de clases.
Pero eso no quiere decir, insisto en ello, que el bien común esté garantizado con el capitalismo y la democracia. Muy al contrario, el capitalismo actual al que llamaremos “capitalismo financiero”, y las nuevas tecnologías, nos están llevando, al menos de momento, a una situación difícil en cuanto al desempleo, la desigualdad y la ingobernabilidad
Capitalismo Industrial
Pero antes de entrar en esas cuestiones debemos seguir recordando que a la economía comercial o mercantilista siguió desde mediados del siglo XVIII, la Primera Revolución Industrial, la cual produjo de nuevo un aumento considerable de riqueza y benefició en gran manera a esa burguesía o clase media de la que hablamos. Fue un proceso, este último, del que surgió el capitalismo como lo conocemos hoy.
Muy pronto, a la forma de funcionamiento de nuestras sociedades, principalmente en relación con la producción de bienes de tipo industrial y servicios relacionados con ellos, se le llamó “capitalismo industrial”.
Dicho capitalismo, surgido en el Reino Unido y que resultó casi exclusivo de ese país hasta bien entrado el siglo XIX, supuso un cambio radical en el mundo. La industrialización se extendería muy pronto a otros países europeos como Suecia, Francia y Alemania, así como a los Estados Unidos, país independizado de Inglaterra en 1776 y que muy pronto, a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX y de todo el siglo XX, se transformaría en la primera potencia industrial y económica del mundo.
La industrialización de Occidente fue una época muy brillante a pesar de que sus comienzos fueron duros para familias enteras que emigraron de los pueblos a los alrededores de las minas de carbón y a los talleres y fábricas industriales que se crearon por toda Inglaterra. Se ha descrito muy bien la situación de mera supervivencia en la que vivían familias enteras a las puertas de las minas y fábricas, trabajando todos los miembros de las mismas, incluidos los niños, en larguísimas jornadas laborales.
Condiciones de vida ínfimas y actitudes conservadoras
Extrema dureza y pobreza denigrante sin duda, sobre la que otros autores han comentado que siempre resultaba mejor que las condiciones dejadas atrás por dichas familias en sus pueblos agrícolas de origen.
La historia del siglo XIX se ha contado de maneras muy distintas. De un lado fue el siglo de la revolución industrial y del despegue económico de la humanidad, así como del liberalismo económico y del capitalismo más puro con su aureola de eficiencia y eficacia.
De otro, fue también el siglo de unas condiciones de vida ínfimas de las clases bajas, en las que se incluían a los trabajadores. La explotación fue la norma, y la existencia de unas clases dominantes poseedoras de la tierra el poder y la riqueza, entonces algo más amplias que en las épocas feudales, al incluir a la burguesía y a los capitalistas, fue defendida como natural. Lo cual hizo que fuera también el siglo del socialismo y el comunismo y, al final del mismo, el siglo de la aceptación por los países más industrializados, del derecho sindical y de la creación de los sindicatos.
Las actitudes de considerar esas situaciones de dominación del capital sobre todo lo demás en términos empresariales, como normales, aceptables y defendibles, vienen de las revoluciones inglesas del siglo XVII y especialmente de la Revolución Gloriosa de 1688, así como del liberalismo e individualismo surgido de la obra de John Locke (1632-1704) y otros pensadores ingleses y franceses como, el Barón de Montesquieu (1689-1755), NIcolas Malebranche (1638-1715) y otros . Y en parte también de la Ilustración misma, surgida a partir de esos pensadores y de la Revolución Científica de los siglos XVI y XVII .
Parecen estar fuertemente enraizadas en las concepciones más profundas sobre la organización de nuestras sociedades, en gran manera procedentes de esas épocas rupturistas en términos de pensamiento. El orden establecido con sus diferencias en riqueza y en poder es aceptado por una mayoría y en cuanto a la pobreza y desigualdad, un porcentaje alto de la población también, o no las consideran graves hoy en día o esperan que los mecanismos de nuestras sociedad del bienestar las resuelvan. Hay personas conscientes y preocupadas a las que les gustaría que las cosas fueran de otra manera pero consideran que no pueden hacer nada, especialmente en cuanto a la pobreza, el hambre y la enfermedad en el mundo en su conjunto.
Manifiesto del Partido Comunista
Lo señala oportunamente Gonzalo Pontón en su reciente libro, La lucha por la desigualdad. Una historia del mundo occidental en el siglo XVIII. Lo hace para demostrar que la desigualdad en el mundo es antigua y está consagrada por nuestras concepciones más queridas, incluyendo las generadas en una época como la Ilustración y el Siglo de las Luces. Un periodo de la humanidad considerado como aquel en que las tinieblas y las ignorancia iban a ser eliminadas por el conocimiento y la razón y en el que, pretendidamente, se asentó la fe en el progreso y en la felicidad del hombre.
Pontón, duda de estos planteamientos y dice cosas como las siguientes:
Y, desde luego, los ilustrados franceses no tuvieron nada que ver con la Revolución; eran, en su mayoría, conservadores aristocratizantes– cuando no propiamente aristócratas– reaccionarios y muchos de ellos oscurantistas….(Página 557)
En la misma página cita a Robert Darnton (nacido en 1939), historiador estadounidense especialista en el siglo XVIII francés, del que recoge la siguiente frase: «Eran respetables; estaban domesticados e integrados»
Y más adelante, en la página 558, indica: «— en la lucha por la desigualdad, se batieron en las filas del ejército burgués, contra las clases populares. Es posible que el sueño de la razón produjera monstruos, pero es seguro que su vigilia produjo desigualdad»
O como decía en un entrevista de El País de noviembre pasado: “Hoy sufrimos la misma desigualdad que en el XVIII”
El siglo XIX fue también, quizás por eso, el siglo del socialismo y del comunismo, lo último a partir de que en 1848 Karl Marx y Friedrich Engels (1820-1895) publicaran el Manifiesto del Partido Comunista.
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[1] En la actualidad y desde hace tiempo se habla de los “stockholders”, nombre en inglés para “accionista” y de los “stakeholders”, incluyendo en esta última denominación a los trabajadores y otros participantes en la empresa o con intereses en ella. No es, sin embargo, nada institucional ni formal.
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