Es muy difícil en resumen, estar absolutamente en contra del modelo económico del mundo, al que algunos llaman “capitalista”. Sus resultados vistos globalmente son impresionantes y decididamente beneficiosos para un gran porcentaje de la humanidad. Pero tampoco se puede cerrar los ojos a los problemas a los que el mundo se enfrenta, muchos de ellos producidos por dicho modelo. Este es el gran dilema.
Si no se habla de desigualdades, injusticias y otros desequilibrios superables, sino de problemas de gran envergadura como los que afectan a la habitabilidad de nuestro planeta y al futuro de nuestra especie, falta en nuestras sociedades, capacidad de reflexión e interés por ponerse de acuerdo, y sobra, confrontación y maniqueísmo. Las confrontaciones anti-globalización vividas en los últimos años –mayormente anárquicas, vehementes y hasta cierto punto desinformadas– por ejemplo, no pueden ser la solución, como tampoco pueden serlo la defensa interesada de la libertad infinita de acción y la protección de intereses particulares y privilegios. Falta también, sin duda, desapego a ideologías y modelos de pensamiento prefabricados y obsoletos.
Y falta, sobre todo, pasar a niveles de abstracción superiores a los que prevalecen en las explicaciones, leyes y reglas, comunes hoy en nuestras sociedades. No se puede, por ejemplo, dejarse llevar por los libertarios o por los fundamentalistas del mecanismo de mercado, o, por lo menos, no se puede confiar en ellos para la búsqueda de las grandes soluciones que el mundo necesita. Muchos economistas conocidos, más que por la calidad de su obra, por sus frecuentes, machacones y tediosos artículos, siguen empeñados en explicar las leyes básicas de nuestro mundo por el juego de intereses de los panaderos, lecheros y tenderos varios, y por el de pequeñas empresas manufactureras, que era lo único que existía cuando Adam Smith escribió su notable obra la Riqueza de las Naciones –nada menos que en 1776– o Alfred Marshall formuló las leyes microeconómicas de la formación de los precios a finales del siglo XIX. Otros, igual de majaderos, dicho sea sin acritud, se obstinan en oponerse a ellos con un comunitarismo absurdo y un mal llamado progresismo. Ideas, estas últimas, deducidas de una explicaciones tan particulares, locales y constreñidas a un tiempo y a unas circunstancias determinados, como la luchas de clases, las izquierdas y las derechas y otras lindezas, transformadas en leyes fundamentales de nuestras sociedades.
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